BITACORA DEL DESHIELO


BITACORA DEL DESHIELO

[ febrero 09, 2006 ]

La mirada del castigo

 

Clavado al piso, miraba a mi padre mientras preparaba la ceremonia en absoluta calma. Sus pasos apenas sonaban como hojas marchitas. No había ninguna prisa en sus movimientos, aparentaba aquella lenta resignación que, imagino, compartía con sus hermanos, con su padre durante la concreción de este pequeño requerimiento de nuestra vida. Yo vacilaba en interpretar su mirada como la solicitud de perdón o una acusación profunda, por su papel en esta representación.
Pasaba el tiempo. Mi madre, mis hermanos y yo le mirábamos hacer de aquí para allá; Él no cargaba nada, no trajinaba con ningún peso, ahuyentaba quizás los últimos vestigios de esperanza en nosotros, justificaba su tarea. No hablaba. En ocasiones yo notaba el rasgo duro que le marcaba la trascendencia de este momento y lo entendía; como se puede entender el clima casi sin ira hasta que la violencia de una tormenta destroza lo que amabas. Mis hermanos mayores se hundían en su propia mente. Los dos miraban a mi padre hipnotizados; tensos sus cuerpos, sin articular palabra, respirando levemente.
Soplaba apenas una ligera brisa en este mes de marzo. Al menos no hace frío, y me escondo en una serie de pensamientos sobre el origen de este aire. Un momento después recuerdo por qué estoy aquí, por qué mi padre nos mira tan directamente. Somos tres, somos el núcleo; éramos unos niños todavía: El mayor, nervioso y angustiado como siempre; el siguiente con esa violencia contenida tan suya; yo, vigilante de todos los actos de mi vida, quizá para no participar totalmente.
Seguíamos esperando esta farsa. Yo sabía que era mucho más de lo que se aparentaba y al mismo tiempo tenía mucha menos relevancia de la que se le quería dar. Quizás cuando fuera mayor entendería cuáles eran los alcances absolutos de esta espera, de esta callada resignación; de tal dureza en todos nosotros.
¿Qué esperábamos? El castigo. Algo había ocurrido que trastocó la precaria calma en nuestra familia, y uno de nosotros era el culpable. Una y otra vez cada uno negó alguna culpa, alguna responsabilidad. Mi padre, en un principio presa de una ira absurda, animal; concluyó que si nadie se hacía responsable todos expiaríamos la falta.
Por momentos veía la ira crecer en el hijo mayor, temblaba de rabia; luego sus ojos delataban el temor de bestia herida. Apretaba los puños, los dientes; se tornaban sus ojos cristalinos. El segundo fingía una cierta calma, sin embargo sus quijadas trabadas debajo de la piel mostraban ese coraje clavado tan adentro, esa injusticia por falta de verdad. Yo... simplemente me ocultaba en mí mismo como siempre; y me repetía una y otra vez: —Yo no haré lo mismo. Cuando sea grande, no seré así. Veía todo tan lejano, mientras el tiempo se escurría entre estas paredes.
Y de pronto, nos llamó. Tenía todo listo: una silla, un cable, su justicia. –Vengan. Nos acercamos en silencio mientras nos escrutaba, quería descubrir la culpa en algún rostro.
-Por última vez, ¿quién fue? En esos momentos sonaba como un trámite antes de dar la sentencia, de obsequiar el castigo. Mi madre, en su propia impotencia evocaba la nuestra, nuestro desamparo. Su imagen era quizá la misma de nosotros, pero aún así era diferente y aislada. ¿Qué relación tiene la víctima, el verdugo, con la mirada que los recrea? Nadie confesó haberlo hecho, nadie nos salvó. ¿Quién era inocente en ese momento preciso, quién podría escapar a la pena?
Mi padre tomo el cable casi con respeto, aquilataba el peso, miraba alternativamente a sus manos y a la tira de plástico y metal: —Les di la oportunidad y no la quisieron, entonces pásenle. Sólo les tocan tres. En su rostro ya no estaba esa mirada iracunda de hace unos momentos; ya no el temblor en la voz y mucho menos los hijos de la chingada... cabrones... Había una firme seguridad en él. El restallar y la quemadura fueron uno, y nosotros firmes obligándonos a la inmovilidad, a la ausencia: “Si se mueven les toca otro”.
Ahora, tantos años después para qué odiar al padre, para qué detestar esa dureza, a qué viene recordar el pasado si todo estaba cargado de ese rencor, del desinterés con el que quise protegerme de la rabia. ¿Quién fue inocente?, ¿quién fue culpable? Casi todo se ahogó con la lluvia de los días. Sirva en cambio de motor para esta nueva vida que he escogido. El deshielo está llegando con rumor de piedras.

Reyes
[1:40 p.m.]

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