BITACORA DEL DESHIELO


BITACORA DEL DESHIELO

[ febrero 14, 2005 ]

Teníamos nueve; eran muy pocos años

 

Teníamos nueve años. Lo más probable es que fueron muy pocos años para saber, para hacer lo que hacíamos. Tres niños. Evidentemente unos chiquillos sin mucho más miedos que al enfado del padre, a la noche, al chamuco, a los perros. Aun así, con semejantes temores, los días pasaban rápidos. El verano era un tiempo en el que deseabas las paletas de hielo, las sombras, el agua fría, después de correr como desesperados bajo el sol. El invierno era un pequeño envoltorio de la navidad, y de las vacaciones de diciembre. La primavera, malhadada estación, era la temporada en que se nos encerraba en la escuela. Evidentemente sólo los niños sabían todo lo que se les negaba entre esas cuatro paredes y un maestro.
¿Cómo era esa vida? Supongo que una generalización simplemente sería escurrir el bulto y huir de la explicación. Tres niños que se conocen desde siempre, en la calle: ninguno entró a casa de los otros dos. Un triángulo cuyas orillas eran invisibles a no ser en la conjunción. A esa edad, supongo no había nada de antinatural en ese desconocimiento. Sin embargo, había algo más allá (siempre lo hay, ahora lo sé).
En ocasiones, uno de nosotros era un completo extraño. Un algo desconocido que no nos era dado entender (aunque lo hubiéramos querido, evidente es que no). Días en que su mirada se trasnformaba de una manera que acentuaba la delgadez de su cuerpo, en que su respiración se hacía tan pesada como la de un adulto. Esas veces era el más aventado de todos. No temía a la noche, no le atemorizaban los perros y a sus padres no les guardaba más que una sana distancia.
Él, y sólo él, jalonaba nuestra infancia. Nos hacía enfrentar al rocky, feroz chucho por cuyos dientes habían pasado hasta veladores; permanecíamos imposibles a pesar de la caída de la oscuridad, escondidos a veces, en ocasiones intrépidos; el chamuco, con su indiscutible existencia, nos acechaba a ocasión dada por el infantil valor.
¿Quién era él? Ya lo dije: el más feroz del grupo. Nosotros, anodadados, veíamos la forma en que balanceaba un cuchillo afilado sobre su palma, le daba vueltas en el aire para atraparlo o lo encerraba en su puño. Hacía todo sin un sólo gesto. Ya era un histrión. Luego... luego todo fue mayor.
No adelantemos vísperas. En esa época la amalgama de nosotros era todavía muy fuerte. No se había dado la dispersión. Quisiera tener mejores palabras para contarles todo. Sería una mejor ofrenda para aquél a quien le pertenece la cruz negra en la esquina de mi antigua calle, de mi viejo barrio. Allá donde no he vuelto en mucho tiempo.

Reyes
[6:45 p.m.]

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