[ julio 07, 2003 ]
No siempre es bueno (cont)
—Supongo que... –no hay palabras en eso momentos.
Carlos se encerró en el silencio y el tiempo se hizo más lento.
Minutos más tarde, después de algunos tragos de tequila, logré la fuerza para preguntarle (dejé de pensar en las palabras exactas, las cuales sólo llegan después de algún tiempo).
—¿Qué hay con ella? –intenté comprender a mi amigo.
—¿Qué quieres que haya? Simplemente murió como lo hacemos la mayoría de nosotros: sin sobresaltos, sin arrebatos maravillosos, sin promesas de amor eterno. Murió. Falleció en un hospital y tuvimos tiempo de decirnos tantas cosas. Su voz era fuerte, no respondía a los cánones de tristeza. Quizás yo esperaba consolarlo, después de todo era mi amigo y lo había sido por mucho tiempo, hasta que por indolencia nos distanciamos.
—¿Cómo fue?, me escuché decir en un afán morboso por verlo derrumbarse.
Vi sus dedos fuertes y morenos, carentes de las tonalidades ocres de los fumadores empedernidos; como los míos, cuando pidió otra ronda. Él levantó la cara y por primera vez mire dentro de sus ojos negros. No había sorpresa en ellos, mucho menos tristeza, quizás solamente incluían un cansancio o un vacío.
—Ya te lo dije. Miró el cigarro que jugueteaba en mis manos. Desde entonces no fumo. Me imaginé un fulminante cáncer de pulmón, la culpa atenazando a Carlos.
—No es lo que te imaginas; ella no murió por el cigarro, Alberto. Te lo dije, ella simplemente dejó de existir.
—Entonces, ¿por qué dejaste de fumar?
—Porque no podía soportar la sensualidad de fumar sin su presencia. Me imaginó junto a su cuerpo desnudo mientras aspiraba el humo del tabaco. Las noches, las mañanas en que estábamos atrapados en nosotros mismos y siempre rodeados de las bocanadas de humo. Quería conservar como una reliquia las ocasiones en que intercambiábamos un buen rubio o uno fuerte. Fumábamos juntos, teníamos los mismos cigarros y cada quien vivía su muy independiente vida. Compartíamos, inclusive, algunas quemaduras.
—¿Quemaduras? –intenté esbozar una sonrisa.
—No importa, así fue. Tú sabes lo difícil que es encontrar un buen momento para fumar.
Se levantó. —Tengo que irme. Te llamo después.
Se fue y me dejó viendo, alternadamente, mis manos y el cenicero, donde aún humeaba mi último cigarrillo.
[1:50 p.m.]